martes, 30 de diciembre de 2014

Prólogo de FIEBRE, por Manuel Alemian


La fiebre y la sed

Me pregunto si es denostar a un texto decir que es una sucesión de lugares comunes. Porque la precisa poesía de Fiebre es una seguidilla de lugares comunes: pero comunes a la juventud, a una juventud que explora en el deseo, en la experiencia, en la música, en las mujeres, en el alcohol. Una juventud que explora profundamente la noche. Lugares comunes a la noche, a la vuelta de la noche; y también lugares comunes a la comarca del Gran Buenos Aires, al Oeste.
Y también, o a la vez, me pregunto qué es un lugar común: ¿qué lugar, común a quién? ¿Quién sabe acaso lo que es volver a su casa de madrugada, en invierno, en colectivo, con resaca y sueño, en Haedo, Ramos Mejía, Hurlingam o Castelar? Regresar en el colectivo 166 o en un destartalado Renault 18 remís, o en auto propio, por los boliches de Gaona... El Oeste es el centro neurálgico de la poesía de Quesada. Y andar en un Fiat Uno blanco con una banda de amigos borrachos, “muy borrachos”, una soberana postal del libro. Javier Calamaro bien supo decir: “Llévame por la Panamericana / en busca de acción / en busca de carne caliente”.
Acción, sí, pero sin exabruptos, sin desopilantes historias de bardo ni pintorescos momentos de marginalidad. Es como si Mauro Quesada hiciera acupuntura con palabras clave, vocablos coloquiales y funcionalmente quirúrgicos, y su poesía tocara puntos nerviosos que nos activaran la percepción de universos de una ficción infinita, inabarcable.
Durante la lectura del poemario, formalmente objetivista, si se quiere ser formal, se suceden operaciones -de un traspaso generacional, social y sin ninguna duda vital-, que remiten indefectiblemente a la experiencia propia, a la misma juventud. Este libro le debe además al rock. Pero quizá no le deba necesariamente a las letras de ese género sino tangencial o transversalmente. Más bien pareciera deberle al imaginario que lo constituye: la necesidad de satisfacción, la sed de algo más.
La energía, la pulsión que mueve a sus amigos es casi siempre una muchacha, debidamente adjetivada. Ellos en cambio se presentan -Quesada los presenta-, en un estado neutro, velado por
cierta ambigüedad en cuanto a su entidad social. Esta deliberada indefinición los hace más versátiles en su observación, los propone como testigos vivenciales, liberados de la función de imponer
un orden ideal, un yo impregnante: no bajan línea. Ni siquiera el aparente cliché de escupir la vereda de la puerta de un boliche bailable, sordo y hueco, hace suponer que ellos son otra cosa, lo
sean o no: “y cuando juntos pasaban / por la puerta de la única / disco de hurlingham / escupían al suelo / puteaban a los chetos mientras / se sentía el embrujo / de la música y el calor / viniendo desde adentro”.
Es más bien una cuestión de registro la que funciona en Fiebre. Un registro que no discrimina más que para entender, para discernir los mil y un elementos constitutivos de la indagación
juvenil. Este registro, en definitiva, nos acerca al savoir faire de muchísimos jóvenes que buscan en esa inquietud su rumbo, sin dejarse llevar por modas. Así es Fiebre, una voz clara y despojada
de ornatos, a veces melancólica, pero no privada de ilusión.


      Manuel Alemian